Empezaré reconociendo sin dudar un segundo la cualidad de mito gastronómico que tienen las trufas. Es difícil concentrar tanto aroma en tan poca sustancia. El tacto no es ninguna maravilla, el aspecto es sospechoso, pero su olor enamora a todos. Si a esto unimos las dificultades de su hallazgo (o cultivo) y de su recolección, la emoción se incrementa bastante. Es fácil que los escritores gastronómicos pierdan la cabeza hablando de cosas como su misterio y demás zarandajas. Y misteriosa es, desde luego, pero más misterioso es nuestro desvivirnos por ella o por cualquier otro manjar raro y difícil de conseguir. A Josep Pla le deprimía el lujo, y confieso que casi siempre estoy de acuerdo con él. Sobre todo en estos «after parties» de primeros de año, que nos pillan hechos trizas y con apenas ganas de algún caldito a ser posible un poco soso.
Pero no habrán pasado veinticuatro horas antes de que el apetito y el olfato vuelvan a desear recrearse en alguna maravilla de la estación; y los lujos están, no para deprimirse, sino para permitírselos una de vez en cuando. Hay quien echa cuentas como para quitarse de encima alguna culpabilidad por gastarse veinte o treinta euros en un solo y pequeño hongo. No se sufre lo mismo con el azafrán, y todos estamos absolutamente de acuerdo en que el azafrán merece la pena, así que tranquilos todos. Igualmente, casi todo el que prueba la trufa fresca coincide en que merece la pena y en que las cuentas las haga Rita la cantaora. Los cálculos de a cuánto sale el plato o los planes de combinarlo con algo barato como pasta o patatas se desvanecen cuando tienes un ejemplar en la nevera y te pasas la tarde yendo a olfatearlo un poco de vez en cuando.
Los trabajos de su recolección bien valen el esfuerzo de adiestrar perros (antiguamente, cerdos, pero por lo visto resulta más difícil separarlos de las trufas que en el caso de los perros) para que las detecten en su hábitat a unos veinte centímetros de profundidad bajo el suelo. Las trufas son el fruto de un hongo que consiste en una red de filamentos finos e invisibles. Esta red o micelio crece asociada simbióticamente a las raíces de ciertos árboles. El cultivo es complicado, pues las trufas solo se dan en ciertos tipos de árbol, ciertos climas y ciertos suelos y el complejo fenómeno de la simbiosis que forman con el árbol es difícil de imitar «en cautividad». No obstante, los árboles micorrizados por lo menos pueden trasplantarse, lo que facilita algo la cuestión.
Parece que los griegos ya conocían las trufas y desde luego los romanos sí, porque Apicio da nada menos que seis recetas que las emplean. Cuenta Lourdes March en su Manual de los alimentos que en la Edad Media, aunque apreciadas, se las relacionaba con la magia negra y con la brujería. Reconozcamos que en la Edad Media eran bastante propensos a relacionar con la brujería casi cualquier cosa y disculpemos la ofensa a tan valioso manjar. Por otra parte, y como suele pasar con los alimentos un poco raros, también se las ha tenido por afrodisíacas, lo que no deja de ser un aliciente más para su consumo.
Clases de trufas
Trufa negra (tuber melanosporum)
Las más famosas y caras han sido hasta ahora las del Périgord en Francia. Allí, y en todo el país, cuentan con gran tradición y son muy apreciadas. También se dan en Italia y en España, donde su cultivo y comercialización ha experimentado un fuerte incremento en los últimos años en Cataluña, Aragón y Castilla-León. Es la más utilizada culinariamente y la mejor gastronómicamente, aunque el puesto está muy disputado por la trufa blanca piamontesa.
Tienen forma irregular y el tamaño puede variar bastante. Son negras y rugosas por fuera, cubiertas de pequeñas protuberancias de forma geométrica. El interior, o «gleba», es oscuro y con vetas blancas que desaparecen al cocinarlas.
Su temporada va de noviembre a marzo.
Trufa blanca italiana, trufa blanca del Piamonte o de Alba —tartufo d’Alba— (tuber magnatum)
Valoradísima en todo el mundo, esta trufa alcanza precios astronómicos, ya que solo se da en una cierta zona de Italia y, dentro de ella, es bastante caprichosa. Su cultivo es también más complicado que el de las otras trufas.
Su temporada va de octubre a diciembre.
Trufa de verano (tuber aestivum)
También se llama trufa blanca, aunque no tiene nada que ver con la italiana, porque su interior es claro y su corteza un poco más clara igualmente. Su sabor es mucho menos intenso que el de la negra y su temporada, como su nombre indica, es el verano.
Trufa de otoño (tuber uncinatum)
Se da de octubre a diciembre en bosques de pinos y robles. Es muy parecida a la trufa de verano.
Compra y conservación
Actualmente no es difícil encontrar trufas frescas en el mercado o en tiendas online durante la temporada. Son caras, pero se venden de una en una, no es necesario quedarse con la plantación. Suelen pesarlas en una báscula de precisión, para mayor exactitud.
Fuera de temporada se comercializan congeladas, todavía no las he probado, pero parece que se congelan bastante bien y tienen mucho éxito.
La forma más popular de consumir las trufas es en conserva: en agua, o vino blanco en tarritos esterilizados. La diferencia con las trufas frescas es abismal. Pero, a falta de las otras, se pueden usar en muchas recetas. Para obtener los mejores resultados con ellas, conviene revisar la letra pequeña y asegurarse de que se trate de tuber melanosporum, pues muchos botecitos encierran una tal tuber indicum que no sabe a nada. Y por descontado, el líquido de la conserva se añade siempre a la receta para maximizar el aroma en la medida de lo posible.
Las trufas frescas se guardan en la nevera y lo mejor es usarlas cuanto antes, ya que los aromas se van perdiendo poco a poco. Hay que guardarlas en recipientes herméticos y envueltas en servilletas de papel. La mantequilla, los huevos y algunos otros alimentos absorben con facilidad su aroma. De hecho, poner unos trozos de trufa en un recipiente con huevos frescos es práctica tradicional para disfrutar de unos huevos aromatizados a la trufa.
Ver además: la preparación y usos culinarios de las trufas.