El otoño y el invierno (aquí mis tres menús de invierno preferidos) son estaciones privilegiadas de la memoria. No porque los aromas y colores de la primavera y el verano no sean capaces de evocar otras primaveras y otros veranos, que lo son y mucho, sino porque tienen otro espíritu, qué se yo. Cualquier día van a descubrirnos ese gen de cromañones apiñados alrededor de la hoguera para contarse las aventuras del buen tiempo, que nos hace desear la chimenea no bien vemos volar la primera hoja. Será por eso que son estaciones que traen aires caseros y familiares. Si el tiempo ayuda, más, pero el simple cambiar de color de los árboles nos trae a la memoria recetas históricas y tradiciones familiares que apetece seguir y conservar.
Por eso estas rosquillas, receta familiar de toda la vida, se salvaron de mis experimentos y las hice siguiendo la receta del viejo cuaderno al pie de la letra y como está mandado. Receta encantadora que indica “harina, la que admita”, y comienza: “Por cada huevo…”, y así, dependiendo de los que sean, o de la sed de rosquillas que se llegue a sufrir, se va multiplicando. Hay otras en las que los huevos se miden por docenas y la harina por kilos, qué tiempos. En esas toca dividir, pero siempre dejan un regusto a grandes reuniones familiares, a despensas con latas siempre llenas de esa repostería tan nuestra del aceite de oliva, a cocinas de convento.
Me gustan estas recetas porque me hablan de una cocina viva, casera, en la que no había básculas de precisión ni freidoras, y las masas tenían la potestad de admitir la harina que les viniera en gana. No había tiempos fijos sino sensaciones, indicios que se transmitían de viva voz las madres, las tías, las amigas y se apuntaban con frecuencia durante la partida de cartas en el reverso de un sobre usado («Búscame un papel, corre»). Y es que los que cocinamos sabemos que no hay un día igual a otro, que ni los huevos ni la harina son siempre iguales, que las básculas ayudan pero no sustituyen la «mano» del cocinero, ni a la experiencia adquirida en la infancia cuando quemarse los dedos al rebozar las rosquillas en azúcar, mientras veías la siguiente remesa bullendo en el aceite, era también jugar. Bueno, ¿y es que ahora no lo es? Pues para mí, que ya me hice mayor y obtuve ya el soñado permiso para manejar la espumadera, sí que lo es, sin ninguna duda.
La receta
Ingredientes
[seis personas] 1 huevo • 3 cs de azúcar • 3 cs de leche • 1 cs de anís (del Mono, Chinchón…) • 2 sobres de gaseosa, uno de cada color • harina (6 cs aproximadamente) • aceite de olivaElaboración de las rosquillas de anís
- Mezclar todos los ingredientes menos la harina. Ir añadiendo cucharadas de harina hasta formar una masa suave y manejable. Amasar un poco, tapar con un paño y dejar reposar unos minutos.
- Cortar la masa con un cuchillo, deberán verse unos pequeños “ojos”. Si es así, ya está lista para formar las rosquillas. Si no, habrá que esperar.
- Poner al fuego una sartén honda con bastante aceite de oliva nuevo. Freír una corteza de limón y retirarla.
- Para formar las rosquillas se hacen bolitas de masa del tamaño de una nuez y se les hace un agujero en el centro con el dedo. El agujero se agranda hasta que nos queda como una rodaja de calamar más o menos. Una vez formadas se echan directamente a la sartén donde se hincharán y quedaran gorditas, para nada como un calamar.
- Según se van dorando se sacan y se escurren sobre papel absorbente. Antes de que se enfríen se pasan por azúcar.
Notas
Se pueden guardar varios días en una lata, pero recién hechas están mejores, más esponjosas, abuñoladas y suaves.
[1 ct = 1 cucharadita = 5 ml • 1 cs = 1 cucharada = 15 ml • 1 taza = 250 ml • Temperaturas siempre en ºC • calcular cantidades]